No tienen por qué saberlo: soy periodista y, a veces,
otros periodistas me llaman para conversar. Y, a veces, me preguntan si podría
dar algún consejo para colegas que recién empiezan. Y yo, cada vez, me siento
tentada de citar la primera frase de un relato de la escritora estadounidense
Lorrie Moore, llamado “Cómo convertirse en escritora”, incluido en su libro
Autoayuda: “Primero, trata de ser algo, cualquier cosa pero otra cosa. Estrella
de cine/astronauta. Estrella de cine/misionera. Estrella de cine/maestra
jardinera. Presidente del mundo. Es mejor si fracasas cuando eres joven
–digamos, a los catorce–”. Pero no lo hago porque no es eso lo que
verdaderamente pienso y porque, en el fondo, dar consejos es oficio de
soberbios. Entonces, cuando me preguntan, digo no, ninguno, nada.
Pero hoy es
abril y ha sido un buen día. Hice una entrevista con una mujer a quien voy a
volver a ver en dos semanas y varios llamados telefónicos que dieron buenos
resultados. Compré frutas, conseguí un estupendo curry en polvo. Hay nardos en
los floreros de la cocina. Corrí al atardecer. Me siento leve, un poco feroz,
arbitraria. De modo que si hoy me preguntaran, les diría: corran. Les diría:
sientan los huesos mientras corren como sentirán después las catástrofes
ajenas: sin acusar el golpe. Aguanten, les diría. Pasen por las historias sin
hacerles daño (sin hacerse daño). Sean suaves como un ala, igual de peligrosos.
Y respeten: recuerden que trabajan con vidas humanas. Respeten.
Escuchen a Pearl Jam, a Bach, a Calexico. Canten
a gritos canciones que no cantarían en público: Shakira, Julieta Venegas,
Raphael. Vayan a las iglesias en las que se casan otros, sumérjanse en
avemarías que no les interesan: expóngase a chorros de emoción ajena.
Sean invisibles: escuchen lo que la gente tiene para
decir. Y no interrumpan. Frente a una taza de té o un vaso de agua, sientan la
incomodidad atragantada del silencio. Y respeten.
Sean curiosos:
miren donde nadie mira, hurguen donde nadie ve. No permitan que la miseria del
mundo les llene el corazón de ñoñería y de piedad.
Sepan cómo limpiar su propia mugre, hacer un hoyo en
la tierra, trabajar con las manos, construir alguna cosa. Sean simples pero no
se pretendan inocentes. Conserven un lugar al que puedan llamar “casa”.
Tengan paciencia
porque todo está ahí: solo necesitan la complicidad del tiempo. Aprendan a no
estar cansados, a no perder la fe, a soportar el agobio de los largos días en
los que no sucede nada.
Maten alguna cosa viva: sean responsables de la
muerte. Viajen. Vean películas de Werner Herzog. Quieran ser Werner Herzog.
Sepan que no lo serán nunca.
Pierdan algo
que les importe. Ejercítense en el arte de perder. Sepan quién es Elizabeth
Bishop.
Equivóquense.
Sean tozudos. Créanse geniales. Después aprendan.
Tengan una enfermedad. Repónganse. Sobrevivan.
Quédense hasta el final en los velorios. Tomen una
foto del muerto. Tengan memoria, conserven los objetos.
Resístanse al deseo de olvidar.
Cuando pregunten, cuando entrevisten, cuando
escriban: prodíguense. Después, desaparezcan.
Acepten trabajos que estén seguros de no poder hacer,
y háganlos bien. Escriban sobre lo que les interesa, escriban sobre lo que
ignoran, escriban sobre lo que jamás escribirían. No se quejen.
Contemplen la música de las estrellas y de los
carteles de neón.
Conozcan esta línea de Marosa di Giorgio, uruguaya:
“Los jazmines eran grandes y brillantes como hechos con huevos y con lágrimas”.
Vivan en una ciudad enorme.
No se lastimen.
Tengan algo para decir.
Tengan algo para decir.
Tengan algo para decir.
Leila
Guerriero
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